Los Troncones, Victoria.- Es temprano cuando iniciamos el ascenso. Nos dijeron que es muy lejos y deberíamos estar preparados al menos con suficiente agua.
Es riesgoso subir, tener problemas en la ruta de 27 kilómetros arriba y no contar con el vital líquido.
Y es que los talabosques prefieren los lugares más apartados para cometer sus fechorías. Ya se acostumbraron; es su modus operandi.
Escribimos esto para hacer una denuncia, no para que alguien trate de seguir el ejemplo y busque una ruta en plan turístico. No concurrimos en plan de descanso sino de trabajo.
Por supuesto que no aconsejamos una aventura en un vehículo que no sea el apropiado.
Es menester doble tracción y cierta altura. Ni para qué las unidades normales.
Dicen los vecinos de esta ruta que prefieren salir por Jaumave, a pié, en la época de lluvias.
Por aquí se llega al ejido La Asunción, de la tierra jaumavense; es el único paso para vehículos.
Pues bien, iniciamos el ascenso a la Sierra Madre Oriental en busca del talamontes.
Queríamos confirmar sobre el saqueo de los recursos maderables, como nos lo habían informado.
Cruzamos el paisaje tradicional de recreo de los victorenses, Los Troncones, y, en un disco, se anuncia el rancho El Molino, propiedad de Carlos Díez Gutiérrez Coleman, a seis kilómetros de distancia.
Más allá se anuncia la Ultima Agua, otro rancho, que dizque es propiedad de un ingeniero De Gortari, así como el rancho La Peregrina, abandonado pero en venta, según las palabras en inglés “For Sale”.
Dicha propiedad está en venta efectivamente, dicen que es de un “gringo”. Se da un teléfono de larga distancia que parece ser de los Estados Unidos, por las claves de TELMEX.
Está ubicado a ocho kilómetros de este paraje. Más allá está El Palmito y finalmente el ejido Vicente Guerrero, el último en terrenos de Victoria.
En época de lluvias no hay paso en vehículos por el arroyo. A pié resulta más fácil acceder, o bien a lomo de mula.
Iniciamos lo que es propiamente el ascenso de la Sierra Madre. Comienza aquí la zona de pinares, la maravilla natural que quisiéramos los victorenses tener más cerca.
Podemos ver el camino que serpentea. Dice nuestro guía que lo acaban de arreglar con máquina buldozer. Antes era más diflcil subir.
Vemos desde acá la punta de la mina de serpentina, ahora sin explotar. En sus mejores tiempos la producción salía por los ejidos La Misión y Caballeros, en tren rumbo a Monterrey.
Pero también causaron problemas. Taparon con piedras y tierra el cauce normal del arroyo. Esto ocasionó las protestas de los agricultores del sistema de riego más abajo. El agua les llegaba revuelta y erosionaba las tierras.
AGARRAN PAREJO EN LA TALA
Las quejas de los productores no hicieron niguna mella en el inversionista, ni tampoco en las autoridades. Se cree que la empresa se fue a la bancarrota y cerró.
El camino presenta deslaves; las lluvias lo afectaron seriamente. Necesita de urgencia otra reparación.
Pero no deja de ser una región maravillosa. Allá van en carrera los guajolotes del monte. Difícil alcanzarlos. Dicen que abundan los venados y los jabalíes. En esta parte hay la plaga que se denomina “chiva del encino”.
Subimos más y más arriba. Pareciera que andamos entre las nubes. Comenzamos a ver la tala de árboles, pero no de ahora sino de cuatro años o más atrás.
Dice el guía que Carlos Díez Coleman tiene años saqueando estas tierras.
Primero tuvo acceso al lugar comprando el rancho El Molino, cuya extensión se niegaN a proporcionar las autoridades.
Es un rancho que tiene todas las comodidades que pudiera exigir un hombre rico: Una casa de campo estilo California rodeada de pinos en un clima templado todo el año.
Cuenta inclusive con un laguito artificial que engalana la entrada a la propiedad.
Inicialmente el talamontes recibió autorización para explotar en su propiedad, pero hoy agarró parejo, como podemos ver, y no se sabe si tiene permisos.
Bueno, continuamos hacia la parte más alta de la Sierra Madre.
Nuestro guía señala que estamos en el lugar conocido como Joya de Medina, que abarca toda la región, hasta el rancho de Díez Gutiérrez.
Nuestro “camarada” es gente de la región. Por eso lo escogimos como guía.
Cruzamos, menciona ahora, el lugar al que se le conoce como La Bandera–¿Por qué se le llama así?–; es el lugar exacto de cambio de clima caluroso a templado. Más bien hace frío, necesitamos una chamarra.
Cada vez observamos más cortes de árboles. Se ve que avanzan hacia la punta de la sierra en terrenos de quién sabe.
Las nubes están sobre nosotros, o más bien nosotros estamos sobre las nubes.
Parece que se hará de noche. La niebla, pienso, no dejará tomar las fotografías.
Sin embargo apenas son las dos de la tarde. Arriba, dicen que en muy contadas ocasiones aparece el sol, según el guía.
LOS HORRORES DE LA DEPREDACION
Y, finalmente, allí tenemos ante nosotros en toda su realidad los cortes indiscriminados de árboles… Parejo todo, chicos y grandes.
Da la impresión que actuaron los demonios. Tumbaron hasta los más delgados arbolitos utilizando sus temibles sierras automáticas de motor.
Es la sinrazón del ser de raciocinio; el abuso contra la madre naturaleza. Es la destrucción cruel del mundo en que vivimos.
Los talabosques, la gente de Carlos Díez Coleman, se llevaron lo mismo pinos que encimos. Todo sin piedad alguna lo destruyeron ¿hasta cuándo seguirán haciéndolo?
Encontramos todavía ahí, a un joven con su máquina destructora de árboles, la sierra.
Lo tratamos de interrogar pero se evade, corre y va y se oculta a donde tiene sus pertenencias. Ahí mismo tiene una piedra donde hay una poza de agua dulce y fría.
Nos dice con la mirada esquiva, que él no es de aquí, sino de San Luís Potosí, que no sabe nada, que solo está trabajando.
Sin embargo se va y se va más abajo. Hacia el lado sur están cargando los últimos troncos sobre un camión que vendrá al aserradero de los talabosques.
Comenta nuestro guía que tenían razón unos muchachos de Monterrey que estuvieron por aquí varios días acampados en son de alpinismo.
Regresaron horrorizados por el corte de las maderas. Nadie les podía creer que los madereros– ¿clandestinos?– estuvieran acabando con todo.
Allí es el tormento cruel, el infierno de los pinos y encinos; solo se llevan los más gruesos. Los demás son por maldad.
Seguimos el camino, si es que así se le puede llamar, y llegamos a la Asunción, La Chona, como se le conoce mas fácilmente, municipio de Jaumave. Está allí, nomás doblando la sierra.
Hace mucho frío; estamos a cientos de metros sobre el nivel del mar.
Creemos encontrarnos en un paraje de otros países. Las casitas muy alejadas una de otra en medio de pastizales naturales y de ganado. La gente de aquí cría animales, de eso vive.
Antes de llegar al pueblo alguien coloca un cerco de alambre. Al parecer se “esfumaron” cuando escucharon el ruido del motor de nuestra camioneta.
¡A nadie hallamos en ese pueblo fantasmal que vive de milagro!, pero no se pudieron ocultar los rasgos de la irresponsabilidad.
Se dice que los mismos ejidatarios son cómplices de la tala y por una ínfima cantidad de dinero permiten los destrozos o le “venden’’ a Díez Coleman.
Regresamos por el mismo camino observando los cortes indiscriminados. No hay orden y seguramente ni autorización.
Para entonces, sin embargo, el cortador y el camionero habían desparecido como por arte de magia. Se escondieron, pensamos.
Nos informaron que esperarían la noche para bajar y llegar al amanecer al aserradero que tienen en la colonia México, de Victoria.
¿Para qué esconderse? ¿Para qué esperar la noche?. Seguramente algo anda mal.
El camino es “pesado” en el mejor vehículo. Tres horas de ida y tres de venida. Los camiones hacen más, nos dijeron los empleados; toda la noche.
Regresamos así al calor de acá abajo, a cuando menos 35 grados centígrados. El infierno, pensamos, y quisimos regresar allá, a la sierra, entre las nubes que parecen tocarse con las manos.
Era demasiado tarde.